Cuando Ricardo Marchini cumplió diez años de
edad, sintió que la hora de la verdad había llegado.
--Vamos, Leo --dijo--. Tenemos que hablar.
Y se marcharon, calle arriba, los dos. Anduvieron
un buen rato por el barrio Saavedra, dando vueltas, en silencio. Leonardo se
detenía mucho, como tenía costumbre, y después apuraba el paso para alcanzar a
Ricardo, que caminaba con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido.
Al llegar a la plaza, Ricardo se sentó. Tragó
saliva. Apretó la cara de Leonardo entre las manos y, mirándolo a los ojos,
largó el chorro.
--Mirá Leo perdoná
que te lo diga pero vos no sos hijo de papá y mamá es mejor que lo sepas Leo
que a vos te recogieron de la calle.
Suspiró hondo:
--Tenía que
decírtelo, Leo.
Leonardo había sido encontrado, cuando era muy
chiquito, dentro de una bolsa negra de la basura, pero Ricardo prefirió
ahorrarle esos detalles.
Entonces, regresaron a casa. Ricardo iba
silbando, Leonardo meneaba el rabo, saludando a los amigos: los vecinos lo
querían, porque él era marrón y blanco, como el Platense, el club de fútbol del
barrio, que casi nunca ganaba.